

Por: Bache3000
La secuencia de los hechos tiene esa lógica implacable de las catástrofes anunciadas. Primero, el municipio decide pavimentar las calles. Segundo, pavimenta las calles tapando las bocas de cloacas. Tercero, llueve. Cuarto, se inundan las casas. Quinto, los vecinos se quejan. Sexto, alguien va a verificar y confirma lo obvio: las cloacas están enterradas bajo el pavimento como momias faraónicas. Séptimo, se descubre que nadie consultó a nadie, que nadie hizo las pruebas que había que hacer, que nadie pensó en el mañana. Octavo: se espera a que pase algo peor.
Es el ciclo perfecto de la obra pública argentina: entusiasmo inicial, ejecución deficiente, problemas inmediatos, sorpresa fingida, y la promesa implícita de que la próxima vez va a ser diferente.
La historia es simple y por eso mismo inquietante. El municipio decidió pavimentar las calles de 9 de Julio. Hasta ahí, todo bien: el pavimento es progreso, modernidad, la promesa de que ya no habrá más barro en los días de lluvia. Pero en algún momento del proceso alguien —¿quién?— tomó una decisión que ahora parece salida de una pesadilla kafkiana: tapar las bocas de las cloacas. Esas tapas redondas que uno ve en cualquier ciudad del mundo, esos círculos de hierro que nos recuerdan que debajo de nuestros pies hay otra ciudad, la ciudad de los desagües, fueron simplemente... eliminadas. Sepultadas bajo el asfalto como si nunca hubieran existido.
Los vecinos empezaron a llamar cuando llegaron las primeras lluvias. Sus casas se inundaban, el agua no tenía por dónde irse, tuvieron que improvisar conexiones a antiguas cañerías. Imaginen la escena: gente con baldes, con mangueras, tratando de salvar sus pertenencias mientras el liquido cloacal sube porque el sistema que quedó sellado bajo una capa de hormigón.
Fuimos a verificar. Y sí: donde antes había tapas de cloacas ahora hay pavimento liso, continuo, imperturbable. Es como si alguien hubiera decidido que las cloacas eran una imperfección estética del paisaje urbano. A los costados se ven los tubos para desagües pluviales, pero del sistema cloacal no queda ni rastro visible.
Aguas Rionegrinas, la empresa que maneja estos temas, dice que nunca los consultaron. Nadie les pidió los planos, nadie quiso saber por dónde pasan exactamente los caños, nadie pensó que tal vez valdría la pena marcar esos recorridos antes de tirar toneladas de hormigón encima. Es el tipo de diálogo institucional que caracteriza a nuestros tiempos: cada uno hace lo suyo sin preguntarle al otro qué está haciendo.
Los especialistas que consultamos en Bache3000 son claros: "Por ahora tal vez no tengan inconvenientes, pero si algo se llegara a tapar, van a tener que romper todas las calles para ver dónde se tapó y poder liberar los conductos". Es decir: están creando un problema futuro de dimensiones épicas. Cuando se tape algún caño —y se va a tapar, porque es lo que hacen los caños— va a haber que romper el pavimento recién hecho para encontrar la obstrucción. Va a ser como buscar una aguja en un pajar, solo que el pajar son cuadras y cuadras de hormigón y la aguja es un pedazo de caño tapado en algún lugar impreciso del subsuelo.
Y hay más: están pavimentando sin poner ripio abajo, sin hacer la preparación que cualquier manual de construcción indica como indispensable. Es como pintar una pared sin lijado previo: tal vez quede bien por un tiempo, pero después se va a descascarar todo.
¿Qué está pasando acá? ¿Es incompetencia, apuro, falta de presupuesto, o simplemente esa mezcla tóxica de improvisación y soberbia que parece caracterizar tantas obras públicas? ¿Alguien pensó en el futuro, o solo importaba inaugurar algo rápido para la foto?
El pavimento está ahí, liso y flamante, prometiendo modernidad. Pero debajo duermen las cloacas sepultadas, esperando su momento de venganza. Y cuando llegue —porque va a llegar— va a ser espectacular. Van a tener que romper todo lo que acaban de hacer, van a tener que buscar a ciegas los caños perdidos, van a tener que explicarle a los vecinos por qué sus calles parecen un campo de batalla.
Es la paradoja del progreso mal entendido: para avanzar, tapamos lo que ya teníamos. Para mejorar, empeoramos. Para construir el futuro, enterramos el presente. Y después nos preguntamos por qué las cosas no funcionan.
En 9 de Julio las cloacas ya no se ven. Están ahí abajo, en algún lugar, mudas bajo el asfalto. Como un secreto que la ciudad se guarda para sí misma, como una bomba de tiempo que cuenta los días hasta la próxima lluvia fuerte.