

Por: Bache3000
La primera vez que lo vi, caminaba con paso marcial entre las sillas del aula Goyo Selser. Ese aula a la que se llegaba por unas escaleras empinadas, como si efectivamente se caminara hacia el cielo. Pero la fama de Martín Malharro era más bien la de un Ángel Caído. O, al menos, la de ser el jefe de uno de los pisos de la Divina Comedia, rodeado por un ejército de lobos dispuestos a triturar papel.
Él hablaba mientras caminaba. Siempre citaba más o menos de memoria a Chandler, Hammett, Walsh, García Márquez, Hemingway, Faulkner, Fitzgerald, McCoy, Borges, Capote, Vian, Bukowski, Vicent, y cientos más. «Ahí está todo», decía, «ahí está todo». «Léanlos como si fueran un manual de estilo».
«Tan desapercibido como una tarántula sobre la papilla de un bebé», se regocijaba. «Esa mujer se parecía a la palabra nunca». «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía…», remarcaba lo que para él era uno de los mejores comienzos de la literatura. Pero, sin duda, su debilidad era Walsh, Hemingway (sólo hasta el '33) y Borges. Nosotros, jóvenes frescos, nos entusiasmábamos parafraseándolo.
Así nos domesticaba. Con frases, anécdotas de escritores, y con una disciplina férrea en las entregas y las correcciones. Nos quería transmitir la sencillez, la profundidad, la excelencia de los mejores. La importancia del sacrificio. Odiaba los plagios. Decía que, permitirlos, aunque sea en un trabajo práctico, era «un rápido ascenso a convertirse en un canalla». Todo el tiempo remarcaba que Hemingway escribía cada párrafo cinco veces. Lo amaba. Y odiaba a Zelda.
Nunca hablaba ufanándose de sus gloriosos antepasados, que persisten en el bronce la historia del arte y la intelectualidad, como Martín Malharro (su bisabuelo), quien trajo el impresionismo a la Argentina. Sólo se limitaba a relatar su paso por grandes medios de comunicación impresos que tuvo la Argentina (Página 30, El Porteño), y lo que significaba la labor periodística cotidiana. Pero, sobre todo, nos transmitía el único secreto que hace grande a un periodista: romperse el lomo, y saber que siempre hay una intencionalidad, como la tenía Walsh. Siempre citado, pero pocas veces imitado.
«En el periodismo tengo claro para quién escribo, porque siempre hay una intencionalidad. En la literatura no lo tengo claro. Creo que uno escribe porque esa escritura es lo que va a justificar el paso por la tierra».
Años después, cuando supe de su muerte hace pocos días, no pude escribir. Sí, sé que le habría alegrado saber que un 7 de junio su nombre fue mencionado para hablar «del oficio» de ser periodista, según le gustaba llamar a esto que hacemos muchos. Posiblemente ya no como un simple e inocente oficio, sino como parte del poder mismo.
Y si el periodismo discute el poder, entonces es parte de la política. No según pretenden hacernos creer algunas mentes resfriadas, señalando que el rol del periodismo es neutro. Aséptico. Un «mero canal» entre los hechos y la sociedad. Luego reivindican a Walsh y la Carta Abierta a la Junta Militar, para quedar bien. Pero hacen de cuenta que no discuten política; a lo sumo, sí participan de un sindicato, pero «sólo para discutir mejoras laborales», cual si tales temas no fueran parte de una acción política y de un proyecto de país.
De todos, Malharro decía que con la intencionalidad no alcanza. También es importante trabajar duro. Escribir bien. Ser riguroso con la información. Y, sobre todo, tener una mirada de los hechos, incluso si hacemos -por esas casualidades de la vida- ficción.
Con cierta ironía dijo en un vídeo para un instituto de formación docente: «Hay algo que aprendí de Rodolfo Walsh, que es escribir en el mismo lugar de los hechos. Por eso mis novelas no tienen trasfondo internacional, porque me saldría carísimo».
Un día, me dijo lo más hermoso que se le puede decir a un alumno, a un aprendiz. Primero, señalando mi trabajo, preguntó en voz alta como enojado para toda la clase:
Todos hicieron silencio. Los que me conocían me miraron. Debido a su fama, en ese momento no quería ser yo, quería ser el picaporte del aula, la mosca que volaba, cualquier cosa. Levanté la mano.
A fin de año me puso un seis. Lo fui a increpar, y me explicó con ese inconfundible aliento a tabaco y voz de whisky que: «una cosa es tener talento, y otra cosa es ser un vago, como es usted. Si le pongo más, usted va a ser un vago con talento, que es lo mismo que nada». Fue la nota más baja de toda mi carrera. Jamás olvidé ese profundo acto de docencia. Porque, además de escritor y periodista, era un tremendo docente.
Creo que a Hemingway le hubiera gustado ser alumno de Malharro.