

Por: Bache3000
Son las siete de la tarde en Bariloche y Mario enciende el motor de su Fiat Siena blanco, patente que no importa, kilometraje que duele. Lleva doce años manejando taxi en esta ciudad que vive del turismo y que ahora, dice, lo está matando de a poco. O mejor dicho: lo está matando la falta de turismo, la competencia desleal, la economía que se desploma como una avalancha en el Cerro Catedral.
Mario no sabe que es una estadística. No sabe que forma parte de un universo de conductores que facturan en promedio cincuenta mil pesos por día (promedio), de los cuales treinta por ciento se va para el chofer, otro tanto para combustible, y lo que sobra se esfuma entre seguros, limpieza y gastos que nunca terminan de contarse. No sabe, tampoco, que hay días en que otros como él deciden no salir porque quince mil pesos no alcanzan ni para justificar el desgaste del auto.
Lo que sí sabe Mario es que hoy, si tiene suerte, hará tres viajes. Cuatro, si Dios se apiada. Los recibos que se acumulan en la guantera cuentan una historia que se repite: turno 543, cuatro viajes; turno 540, cinco viajes; turno 546, siete en el mejor de los casos. Números que hablan de una crisis que no necesita interpretación.
Mientras tanto, en algún departamento de la ciudad, alguien abre una aplicación en su celular. Es Uber, esa palabra que se pronuncia como una maldición en las paradas de taxi. Pide un auto y en cinco minutos llega una camioneta Toyota Hilux último modelo. El conductor es joven, habla de esto como un trabajo de paso, de unas monedas extra. No menciona que el auto no es suyo, que se lo alquila a una empresa que se queda con el cincuenta por ciento de lo que factura. Acá, no hay un pobre resolviendo su falta de trabajo. Hay otra cosa.
Esta es la nueva economía de Bariloche: una ciudad donde el transporte público legal paga impuestos, tasas municipales, seguros obligatorios, mientras que una aplicación internacional succiona dinero que va directo a otro país sin dejar rastro en las arcas locales. Una economía en negro que crece mientras la formal se desploma.
"Regularlo es casi imposible", explica alguien que entiende de estas cosas desde un escritorio municipal. Las normativas nacionales no reconocen este tipo de servicios como transporte público. Y aunque se quisiera regular, ¿cómo controlar que una empresa que no tiene sede en la ciudad haga aportes? ¿Cómo notificar a una aplicación que existe en la nube?
Pero la cosa se pone peor, mucho peor. Ahora no son solo los trabajadores sin trabajo los que manejan para Uber. Hay camionetas de alta gama, autos que antes se alquilaban para vacaciones y que ahora se reconvierten para el transporte urbano. Hertz, la multinacional del alquiler, ya tiene una propuesta que suena a epitafio: "Renta un vehículo: aprobaciones rápidas, millaje ilimitado". "El seguro del auto, mantenimiento básico y millas ilimitadas están incluidos."
Se estiman unas cincuenta empresas de alquiler de autos sin chofer en Bariloche. No hay cifras precisas, pero las grandes como Hertz, Localiza y Avis ingresaron al mercado unos mil vehículos nuevos. Setecientos cincuenta pertenecen a una sola compañía. Mil autos nuevos compitiendo contra taxis que facturan cincuenta mil pesos por día.
Mario no sabe estos números. Tampoco sabe que cada auto de Uber que circula es un clavo más en el ataúd de su oficio. Solo sabe que el turismo cayó, que el poco turismo que viene gasta menos, y que cada vez le cuesta más llegar a fin de mes. Sabe que su Siena blanco tiene doscientos mil kilómetros y que cada kilómetro nuevo es una apuesta contra el tiempo.
Son las once de la noche y Mario apaga el motor. Hoy hizo tres viajes. Facturó cuarenta y dos mil pesos. Le quedan, después de todos los descuentos, unos quince mil. Mañana, si Dios quiere, saldrá de nuevo. O tal vez no. Tal vez se quede en casa, como otros que ya decidieron que no vale la pena.
Mientras tanto, en algún lugar de Silicon Valley, una aplicación cuenta las ganancias del día. En Bariloche, ciudad turística de la Patagonia argentina, el transporte público formal se muere de a poco, víctima de una economía que cambió las reglas del juego sin avisar a los jugadores.