martes 17 de junio de 2025 - Edición Nº124

Yo no lo voté | 16 jun 2025

¿ESTAMOS LISTOS PARA EL FUTURO?

Voluntarismo versus Proyecto

Bariloche vive atrapada en un laberinto de espejos. En cada reflejo aparece una ciudad diferente: la que pudo ser colonia agrícola cuando los pioneros soñaron con surcos en lugar de lagos, la que aspiró a convertirse en Silicon Valley patagónico cuando la tecnología prometía redimir las distancias, la que se vendió como postal turística perfecta, la que imaginó chimeneas donde hoy crecen cipreses. Ninguna de estas ciudades fantasma logró imponerse completamente, pero tampoco murieron del todo. Perviven como capas geológicas de deseo, superpuestas e incompatibles, cada una con sus devotos y sus nostálgicos.


Por: Bache3000

En este teatro de sombras, la política se mueve como un equilibrista sin red. Debe representar a mayorías que no son mayorías sino fragmentos, pedazos de sueños urbanos que jamás encajan en el mismo rompecabezas. De un lado están los que reclaman asfalto, semáforos, la promesa de normalidad que otorga parecerse a cualquier otra ciudad del mundo. Del otro, los que defienden la luna como único alumbrado público y consideran a cada liebre un ciudadano con más derechos que cualquier forastero. Entre ambos extremos no hay término medio, solo el abismo de la incomunicación.

Cuando la urgencia del mostrar se apodera de la gestión, nace el voluntarismo: esa enfermedad infantil de la política que confunde movimiento con dirección. Se trasladan oficinas municipales no porque sea parte de un plan maestro, sino porque hay que hacer algo visible, algo que justifique el salario de los funcionarios ante contribuyentes impacientes. Se pierde así el espacio más privilegiado de la ciudad para su conexión lacustre, se sacrifica potencial turístico y cultural en el altar de la urgencia burocrática.

Cierto es que algunas decisiones fueron acertadas, como la compra de maquinaria que permite a un municipio de rango internacional brindar servicios dignos de su estatus. Pero ni el pavimento, ni el cambio de oficinas, ni las máquinas nuevas constituyen por sí mismos una estrategia de desarrollo. Son apenas movimientos tácticos en un tablero donde nunca se definió la partida que se está jugando.

Las preguntas esenciales permanecen flotando como nubes sobre el lago, hermosas e inalcanzables. ¿Cómo ampliar el PBI de una ciudad que vive de espaldas a sus propias potencialidades? ¿Cómo financiar el traslado del vertedero, esa herida purulenta que avergüenza a propios y extraños? ¿Cómo diseñar un transporte público que descomprima el centro en lugar de estrangularlo? ¿Cómo convertir a Bariloche en un polo de economías del conocimiento que vayan más allá del turismo de aventura? ¿Qué hace falta para conquistar mercados turísticos que hoy nos ignoran, y cómo complementar ese ingreso de divisas con servicios locales que agreguen valor en lugar de ser meros apéndices?

Estas preguntas no se formulan en los despachos municipales, ahogadas por la idiosincrasia de una política que prefiere la táctica a la estrategia, y por una ciudadanía que a menudo confunde la preservación del paisaje con la parálisis del progreso. Se ha creado así un círculo vicioso de inacción disfrazada de prudencia, donde cada intento de cambio naufraga en el mar de las suspicacias mutuas.

Romper este círculo no será tarea de un voluntarista iluminado que imponga su visión a golpes de decreto. Requiere la construcción paciente de mayorías que trasciendan los fragmentos urbanos, que reconcilien al soñador de liebres con el reclamante de asfalto, que entiendan que el desarrollo sostenible no es una traición al paisaje sino su mejor garantía de supervivencia.

Una ciudad no se construye con un inventario de obras realizadas, como si fuera un balance contable donde cada partida justifica la siguiente. Se construye con rumbo, con la certeza de que cada paso nos acerca a un destino común que vale la pena alcanzar. Sin esa brújula, el voluntarismo se convierte en el peor enemigo del futuro, porque sustituye la planificación por la improvisación y la visión estratégica por el reflejo condicionado de mostrar resultados inmediatos.

Para Bariloche, perder tiempo se ha vuelto un lujo que no puede permitirse. El mundo acelera su marcha hacia transformaciones que ya no son futuribles sino inminentes, y las ciudades que no se suban a tiempo al tren de la historia quedarán varadas en estaciones fantasma. La revolución educativa no es una opción sino una obligación urgente: las máquinas con inteligencia artificial están redefiniendo no solo qué trabajos existirán mañana, sino cómo concebiremos el trabajo mismo. La matriz productiva global muta a velocidad vertiginosa, alterando qué producir, cómo hacerlo y para quién venderlo.

Mientras Argentina persiste en debates estériles sobre si debe mantener una economía de exportación primaria, apostar a la industrialización o abrir la economía sin brújula ni destino, el mundo avanza sin esperarnos. En ese contexto, Bariloche tiene la obligación moral e histórica de pensarse como parte de ese futuro acelerado, no como espectadora pasiva de cambios que la pueden dejar atrás. Garantizar el desarrollo y el trabajo de su población ya no es solo una promesa electoral: es una cuestión de supervivencia como comunidad próspera.

Bariloche merece salir del laberinto de espejos. Merece una ciudad real, construida sobre la base de un proyecto que honre su pasado sin hipotecar su porvenir, pero también sin la ingenuidad de creer que el tiempo se detendrá hasta que resolvamos nuestras contradicciones internas. Esa ciudad no nacerá por generación espontánea, ni por el capricho de un gobierno, sino por la voluntad colectiva de sus habitantes de dejar de ser espectadores de su propio destino y protagonistas de un futuro que no admite demoras.

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