

Por: Bache3000
El pronóstico dice que vienen días duros por delante. Temperaturas bajo cero, con máximas de 0°C y mínimas de -5°C, y esa cosa hermosa que llamamos nieve siguiendo su caída implacable sobre las pistas. Van a haber varios días con nevadas durante julio, como si el cielo hubiera decidido vaciar su cuenta bancaria de cristales blancos sobre nosotros, pobres mortales que necesitamos la adrenalina de bajar una montaña a toda velocidad para sentir que estamos vivos.
Los turistas ya están llegando. Se ven desde mi ventana, cargando sus 4x4 con equipos que cuestan más que un alquiler de tres meses, hablando en idiomas que no se entienden pero que suenan a dinero. Vienen de Buenos Aires, de Brasil, algunos gringos perdidos que descubrieron que aquí la nieve es más barata que en Aspen y la cerveza después del esquí sabe igual de amarga que en cualquier lado.
Los registros ya indicaban una acumulación intersante en el sector superior de la montaña. Varios centímetros, hermano. Se habían anunciado emtros de nieve, pero a esta altura esta nevada ya es gloriosa. Centímetros de esa sustancia que convierte a la gente normal en niños otra vez, que hace que un contador de 45 años de Belgrano se tire por una pendiente gritando como si acabara de descubrir el sexo.
El negocio se mueve. Los hoteles se llenan, los restaurantes suben los precios, los instructores de esquí sacan sus sonrisas de temporada del armario donde las guardaron desde septiembre pasado. La economía de Bariloche respira como un enfisematoso que por fin consiguió un tanque de oxígeno.
Y ahí están las montañas, inmutables, recibiendo turistas de fin de semana con la paciencia de quien ha visto pasar generaciones de borrachos buscando emociones en la gravedad. La nieve cae sin prisa, sin odio, cubriendo todo con esa democracia blanca que hace que un mercedes y un fitito se vean igual de vulnerables.
7 de 29 remontes abiertos, 4.5 de 48 kilómetros de pistas operativas. Números que para los burócratas del turismo significan dinero, para los esquiadores significan diversión, y para los demás significa que el invierno por fin decidió ponerse serio en este rincón del mundo donde los lagos se congelan y la gente paga fortunas para deslizarse cuesta abajo.
Nieva, nieva, bebé. Que caiga hasta que no podamos encontrar nuestros autos en el estacionamiento. Que caiga hasta que los turistas no sepan dónde termina el cielo y dónde empieza la tierra. Que caiga como caían nuestras esperanzas cuando éramos joven y creiamos que la vida tenía algún sentido más allá de estos pequeños momentos de belleza accidental.
La temporada 2025 arranca así: con frío, con nieve, y con la certeza de que mañana habrá más gente tratando de comprar felicidad por horas en las laderas del Catedral. En ese gigante silencioso e inmutable, bello. Y quizás, solo quizás, algunos de ellos la encuentren, aunque sea por un momento, antes de que la realidad los alcance de vuelta y se den cuenta que fueron felices cuando la nieve caía en sus rostros.