El antecedente es claro: cuando la convertibilidad menemista comenzó a exhibir sus brutales secuelas de exclusión, desempleo y pobreza, una hábil maniobra político-mediática desvió el eje del debate. Figuras de enorme influencia, como Mariano Grondona desde su emblemático Hora Clave, fueron los artífices de esta narrativa. La crisis, según esta visión, no era el corolario de las privatizaciones o el endeudamiento suicida; el problema, se aseguraba, era la corrupción. De este modo, el menemismo, reducido a una patología moral, se convirtió en el argumento mas eficaz para sacar de foco a la opinión pública.
La oposición de entonces, con el Frepaso de "Chacho" Álvarez y Graciela Fernández Meijide a la cabeza, sirvió —quizás involuntariamente— como el vehículo perfecto para esta narrativa. Su insistencia en denunciar los escándalos desvió el debate público del programa económico, que era la verdadera causa del desastre. Se enfocaron en una corrupción que, en realidad, era consustancial al modelo, pues sin ella hubiese sido imposible que el país se desprendiera de empresas estratégicas como YPF. Se consolidó así en el imaginario colectivo una dicotomía fatal: el modelo era viable, pero estaba en manos de indecentes. La política, en definitiva, quedaba reducida a un mero juego de policías y ladrones.
Aquella operación culminó con el gobierno de la Alianza. Fernando de la Rúa llegó al poder como la encarnación de la honestidad y la austeridad republicana, un antídoto moral contra los excesos de la década anterior. Su mandato era claro: purgar al sistema de sus vicios, pero mantener intacto su pilar fundamental, el "uno a uno". Se instaló la ilusión de que bastaba con cambiar de piloto para que el país volviera a ser una tierra bendita. La historia, sin embargo, se encargaría de demostrar la brutal falacia de ese diagnóstico. La crisis de 2001 fue la ruina de una clase media y trabajadora que pagó la fiesta de los verdaderos dueños del poder; aquellos que, en palabras de Elisa Carrió, hoy vuelven por el saqueo final, utilizando a Milei como su mascarón de proa.
En estas horas, ese libreto se reedita con una fidelidad alarmante. La atención pública se dirigirá cada vez más hacia las denuncias que salpican al círculo íntimo del poder y a la excéntrica personalidad presidencial. A la par, se buscará escindir a Javier Milei de sus políticas, para que el fracaso del plan económico liderado por los tecnócratas del JP Morgan se asocie a la inmoralidad o al delirio, y no a la naturaleza intrínseca de las "ideas de la libertad". De este modo se prepara el terreno para que, cuando el daño sea lo suficientemente profundo, emerja un nuevo salvador: una figura cuerda y honesta que proponga reencauzar el proyecto.
Fiel a ese libreto, el salvador que emerja no tocará los cimientos del modelo: el ajuste, el dominio del capital especulativo ni el rol de sumisión y alineamiento automático con Estados Unidos. En su lugar, prometerá aplicar la misma receta, pero esta vez "correctamente", sin los arrebatos mesiánicos del profeta y con la prolijidad de un outsider honesto. Será la promesa de una nueva "convertibilidad moral": un plan para sostener el rumbo de la dependencia y la desigualdad, pero con formas renovadas que simulen un cambio.
El riesgo de caer nuevamente en esta trampa es inmenso. Para evitarlo, es fundamental acertar en el diagnóstico: el problema de fondo no reside en los hombres, sino en el proyecto ideológico que impulsan, un modelo que deliberadamente ha sido concebido para destruir el tejido productivo y social, profundizar la dependencia externa y reducir a la Argentina a un enclave de materias primas sin valor agregado. Lo expuesto es aún más crítico si lo contextualizamos en el proceso de explotación de los recursos mineros e hidrocarburíferos sin una estrategia para industrializar lo que la naturaleza le ha prodigado al país. Este modelo, además, no se propone un desenvolvimiento de las fuerzas de la economía para abarcar todo el territorio nacional y su población, por el contrario, la exclusión es su lógica, comenzando por los más débiles. En consecuencia, si la sociedad no logra identificar ya mismo la raíz del problema, el ciclo de frustración y fracaso se repetirá inexorablemente.
Por eso, el debate que la Argentina se debe trasciende la figura de Milei. La discusión de fondo es si las ideas que él encarna representan un camino hacia un futuro viable o la profundización de nuestra decadencia. Separar al hombre de su proyecto es la trampa en la que ya caímos, el error que nos arrastró al abismo de 2001, un laberinto del que todavía no hemos salido.