miércoles 27 de agosto de 2025 - Edición Nº195

El Bardo de Siempre | 26 ago 2025

ALLÍ VOLARÁ PARA SIEMPRE

El último vuelo del Mirage

Así aterrizó el mítico avión, sobre el Nahuel Huapi. Para convertirse en símbolo de una guerra que vive dentro de cada argentino, en todo el país.


Por: Bache3000

Hay días en que la historia se detiene un momento, se acomoda en una grúa, se eleva tres metros sobre las aguas del Nahuel Huapi y encuentra por fin su lugar. El martes 26 de agosto de 2025, a las nueve y media de la mañana, Bariloche vio cómo un pedazo de metal y memoria se instalaba para siempre mirando hacia las Malvinas.

El Mirage III EA —matrícula C-707, el último de su estirpe que voló en la guerra— ya no vuela. Nunca más volará. Pero ahí está, suspendido sobre el lago como si estuviera a punto de despegar, como si Jorge Luis Huck fuera a subirse otra vez a su cabina y partir hacia el Atlántico Sur. Como si el tiempo fuera una cosa que se puede detener con una grúa y cuatro metros de base de cemento.

—¿Usted sabe lo que significa esto? —me pregunta un veterano, que se para frente al avión con los ojos húmedos—. Esto es uno de los últimos que queda, ¿entiende? El último.

Entiendo. O creo entender. Pero la verdad es que uno nunca entiende del todo lo que significa para un hombre de sesenta y pico volver a ver el avión en el que alguien voló hacia la muerte cuando tenía veinte. Uno puede escribir sobre eso, puede preguntar, puede observar, pero hay cosas que solo se entienden desde adentro, desde esa cabina estrecha donde los muchachos se jugaron la vida por unas islas que la mayoría no conocía.

El operativo duró tres horas. Tres horas para que el último Mirage que combatió en Malvinas encontrara su sitio definitivo en el mundo. Tres horas para que dieciséis misiones de guerra, cuatro de ellas con un piloto barilochense, se convirtieran en monumento. En símbolo. En esa cosa que hacemos los argentinos: convertir la derrota en épica, el dolor en mármol, la bronca en turismo.

Pero había algo más, ese martes por la mañana, en la costanera barilochense. Algo que iba más allá del ritual patriótico, del marketing de la memoria, de la industria del recuerdo que tanto nos gusta. Había gente común —vecinos, turistas, pibes de la escuela 266 que cantaron el himno cuando pasó el avión por su puerta— que se quedaba mirando esa máquina de guerra como si fuera la primera vez que veían un avión. Como si no entendieran bien qué hacía ahí ese pedazo de los setenta convertido en reliquia.

—¿Y vuela? —pregunta una nena de unos ocho años. —Ya no, mi amor —le contesta la madre—. Ya no vuela más. —¿Por qué? —Porque está viejo.

Mentira. No está viejo. Está reconstruido, restaurado en los talleres de Río Cuarto, pintado, lustrado, perfecto. Le sacaron el motor —demasiado pesado para la base— pero por lo demás es el mismo avión que despegó 16 veces desde el continente rumbo a las Malvinas. El mismo que voló rasante sobre el mar para evitar los radares británicos. El mismo que llevó muerte y que pudo haberla recibido.

Lo que pasa es que ya no hay guerra. Y un avión de guerra sin guerra es como un escritor sin palabras: una cosa inútil, hermosa e inútil, que solo sirve para recordar lo que fue.

El Museo Memorial Malvinas, Antártida y Atlántico Sur —350 metros cuadrados de historia y reivindicación— abrirá el 6 de septiembre. El Mirage será la pieza central, el gran atractivo, el anzuelo para que la gente venga a ver y, de paso, se lleve un poco de pedagogía patriótica. "Un paseo único en el país", dicen. Y puede ser. O puede ser una más de esas iniciativas que empiezan con mucha fanfarria y terminan como centros de jubilados con olor a humedad.

Pero eso es después. El martes 26, lo que había era un momento. Un momento en que la grúa levantaba los 2.500 kilos de avión y los colocaba en su sitio definitivo: sobre el agua, mirando al noreste, en dirección a las islas que siguen en manos británicas cuarenta y tres años después de la guerra.

—Está orientado hacia Malvinas —me explica un funcionario municipal—. Es simbólico.

Todo es simbólico. El avión es simbólico. El lugar es simbólico. La fecha es simbólica —faltaban once días para la inauguración oficial, también simbólica—. Los ex combatientes que miraban el operativo en silencio eran simbólicos. Hasta la grúa era simbólica: levantaba el pasado y lo ponía en su lugar para que el presente pudiera mirarlo de frente.

Jorge Luis Huck, el piloto barilochense que voló cuatro de las dieciséis misiones de ese avión, no estuvo presente. Vendrá para la inauguración, dicen. Traerá uno de los cascos que usó en la guerra, dicen. Se emocionará, probablemente. O no. A veces los protagonistas de la historia son los que menos se emocionan con ella. A veces la emoción la ponen los que miran desde afuera, los que no estuvieron ahí, los que necesitan creer en algo.

Mientras escribo esto, el Mirage está ahí, sobre el agua, congelado en el momento anterior al despegue. Los turistas se sacan fotos. Los chicos hacen preguntas. Los veteranos se quedan callados. Y uno piensa: ¿para qué sirve esto? ¿Para recordar? ¿Para no olvidar? ¿Para mantener vivo el reclamo? ¿Para hacer patria?

Tal vez sirve para todo eso. O tal vez sirve para algo más simple: para que, algún día, cuando alguien pregunte dónde están los aviones que volaron en Malvinas, se pueda decir: ahí está uno, en Bariloche, mirando hacia las islas, esperando. Tal vez, sosteniendo el sueño de volver de todos nosotros.

El último Mirage ya está en su lugar. Ya no volará más. Pero está ahí, apuntando hacia el mar, hacia las islas, hacia esa parte del mundo donde veinte pilotos argentinos dejaron la vida por una causa era justa, era nuestra.

Está ahí, sobre el Nahuel Huapi, este espejo de agua que tanto se parece —dicen los que estuvieron— al de Puerto Argentino. Está ahí para que lo miren los turistas y para que no lo olviden los argentinos. Está ahí porque alguien decidió que tenía que estar ahí.

Y tal vez eso baste.

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