

Por: Bache3000
"Admiro a Messi y Maradona, pero saben qué admiro más: a los otros jóvenes que ya son mayores y que dieron su vida por nosotros", se escuchó por el micrófono, y la persona que lo decía estaba rodeado de políticos, y más allá una multitud que lloró por esa inocencia, esa verdad, ese espejo. Fue la imagen de la inauguración del Memorial Malvinas.
Las palabras salieron de la boca de un chico de nueve años y cayeron como piedras en el agua quieta del lago Nahuel Huapi. Miles de personas, veteranos de guerra, políticos de todos los colores, familias enteras que habían venido desde Tandil, desde El Bolsón, desde cada rincón de la provincia, se quedaron en silencio. Porque a veces hace falta la voz de un niño para recordarnos quiénes somos.
Este sábado Bariloche se convirtió en el centro de la Argentina. No sólo por los barilochenses que coparon cada metro de la costanera, sino por la gente que vino de afuera, que se sacaba fotos en el memorial con banderas de sus pueblos, que había viajado horas para estar ahí. Una bandera de Tandil flameando junto a las de Malvinas. Familias de Chichinales, de Coronel Belisle, de Darwin, de Valcheta. Como si todo el país hubiera decidido que ese día había que estar en Bariloche.
El Mirage III está ahí, quieto, mirando el horizonte. Ya no vuela rasante sobre el mar austral. Ya no lleva bombas ni misiles. Ahora sostiene algo más pesado: la memoria de una nación que se negó a olvidar. Cuarenta y tres años después de que 649 argentinos murieran por dos islas que un imperio nos había robado, ese avión es todo lo que queda de la guerra. Y todo lo que necesitamos para recordar.
"El avión es una bestia, como ruge", decía alguien mientras pasaban los Hércules y los Pampas por el cielo celeste de Bariloche. Pero el que más rugía era el que estaba quieto, el que había vuelto a casa para quedarse, para contarles a los chicos como ese de nueve años qué significa defender lo que es nuestro.
Lo que pasó hoy en el Puerto de Bariloche fue un milagro argentino. Estaban los que quieren poner pañuelos verdes en el Cívico y los que los quieren sacar. Estaban los peronistas y los antikirchneristas. Estaban los macristas y los libertarios. Estaban todos los que se odian en Twitter y se putean en las marchas. Pero hoy no había grieta. Había banderas argentinas y banderas de Malvinas y escarapelas. Nada más.
"No hubo ninguna bandera política, ninguna bandera de políticos, ni de clubes, ni de nada", contaba un testigo todavía sorprendido. Como si hubiera visto un fenómeno sobrenatural. Y quizás lo había visto.
Ahí estaba toda la política argentina en una foto que hubiera sido imposible hace unos meses. El gobernador de Río Negro Alberto Weretilneck junto al intendente de Bariloche Walter Cortés. La jefa de Gabinete del Ministerio de Defensa de la Nación, Luciana Carrasco. El jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, el brigadier general Xavier Julián Isaac. El jefe del Estado Mayor General de la Fuerza Aérea Argentina, el brigadier mayor Gustavo Javier Valverde.
Estaban los ministros de Río Negro: Fabián Gatti de Gobierno, Trabajo y Turismo; Daniel Jara de Seguridad y Justicia; Alejandro Echarren de Obras y Servicios Públicos. Estaba Facundo López, presidente del bloque de legisladores de Juntos Somos Río Negro. Estaba la Diputada Lorena Villaverde, los candidatos a diputados Andrea Confini, Juan Muena, Facundo Villalba, Leandro Costa Britten, la legisladora Marcela Abdala, la edil Roxana Ferreyra. Estaba la ex gobernadora Arabela Carreras, que fue invitada y nombrada por haber sido parte. Estaba Maru Martini, estaba Marcelo Cascón, estaba Pogliano. Todos los colores políticos juntos en la misma foto.
Y lo más importante: estaban los veteranos. Rubén Pablos, el director provincial de Veteranos de Malvinas. Carlos Aristegui, otro barilochense que estuvo en esa heladas tierras. Y todos los veteranos que habían venido de distintas localidades del país para ver cómo la guerra se convertía en museo, cómo su dolor se transformaba en memoria para las nuevas generaciones.
Miles de personas caminando por las calles con sonrisas, bajo un sol que iluminó como pocas veces. La costa del lago saturada, el museo saturado, las escaleras, el pasto, todo saturado de gente que había venido a lo mismo: a recordar que hay cosas que no se tocan, que no se negocian, que son nuestras.
Desde los balcones de los edificios, los vecinos se asomaban para ver pasar la historia. Convocante, decían. Y sí, había algo que convocaba, que llamaba, que reunía a una ciudad que hacía meses no se juntaba por nada que no fuera para pelearse.
Y entonces empezó a sonar el himno. Primero las primeras notas, tímidas, desde los parlantes. Después las voces de algunos, valientes, que se animaron a cantar. Y de repente era un coro de miles, una sinfonía desafinada y perfecta al mismo tiempo, que subía desde la costanera hacia las montañas como una oración colectiva.
"La gente cantando el himno", recordaba alguien después, todavía emocionado. Pero no era solo cantar. Era algo más primitivo, más visceral. Las lágrimas empezaron a brotar solas, sin pedir permiso, sin avisar. Lágrimas de veteranos que recordaban a los que no volvieron. Lágrimas de madres que abrazaban a sus hijos pensando en otras madres que los habían perdido. Lágrimas de políticos que por una vez no estaban actuando. Lágrimas de chicos que entendían que lloraban por algo más importante que todo, y que nunca vieron.
Eran lágrimas saladas que sabían a patria, a esas cosas que uno no puede explicar pero que están ahí, en algún lugar del pecho, esperando el momento indicado para salir. Lágrimas que corrían por mejillas curtidas por el sol patagónico, por caras de gente que había viajado desde lejos solo para estar ahí, para formar parte de algo que los superaba.
Había un tipo con la bandera de Tandil que lloraba sin esconderse. Una señora mayor que se secaba los ojos con un pañuelo celeste y blanco. Un veterano que cantaba con la voz quebrada, como si cada palabra le doliera y le curara al mismo tiempo. Chicos de nueve años como el del poema, que lloraban sin saber bien por qué, pero sintiendo que algo grande estaba pasando.
Y después vino el himno de Malvinas. "Muy pocas personas lo conocen o lo saben", admitía alguien. Pero no importaba conocerlo. Lo que importaba era sentirlo. Y ahí las lágrimas se hicieron torrente, porque ese himno que casi nadie sabe de memoria tiene la capacidad mágica de conectarnos con esos pibes de dieciocho años que murieron en el frío austral cantando esa misma canción.
Eran lágrimas que no distinguían entre ricos y pobres, entre oficialistas y opositores, entre los que vinieron de lejos y los que viven a dos cuadras. Eran lágrimas argentinas, de esas que salen cuando uno se da cuenta de que por debajo de todas las diferencias hay algo que nos une y que es más fuerte que todo lo que nos separa.
Pero el momento que partió todo al medio fue cuando subió ese chico de nueve años. Nueve años. Un pibe que nació en un mundo donde las Malvinas ya eran historia, donde la guerra era algo que pasó "hace muchísimo tiempo", como él mismo dijo.
"Escuché varios relatos y experiencias, pero solo uno de ellos me hizo ver que hay personas que con su avaricia y deseo de más y más, hacen que jóvenes preparados o no, den su vida por los otros", empezó el nene, con esa claridad brutal que tienen los chicos para ir al hueso de las cosas.
Y siguió: "Por eso aprendí que el problema de la guerra no es un país o el otro país, es el poder."
Ahí estaban todos, callados, escuchando a un niño explicarles la guerra, el poder, la vida. Veteranos que habían vivido el infierno de las islas, políticos que hacen de la guerra por otros medios su profesión, gente común que creía saberlo todo sobre héroes y villanos.
"Héroes son aquellos, los que lucharon por algo que fue y será de todos nosotros los argentinos", siguió el chico. "Aquellos son mis héroes de Malvinas y por suerte tengo uno muy cerquita acá."
Y terminó con un grito que desarmaría a cualquier cínico: "Gracias por hacer que un niño de 9 años como yo entienda que no a la guerra y sí a la paz. ¡Viva la Patria!"
Cuando pasó el Modesta Victoria, la gente aplaudía cada vez que el viejo buque tiraba agua. Era una fiesta acuática: el barco histórico. "Se podría haber hecho un desfile náutico", comentaba alguien. Y hubiera estado perfecto. Todo hubiera sido perfecto. Porque por momentos todos lo fuimos en esa plazoleta, bajo ese sol.
Después vinieron los aviones de verdad, los que todavía vuelan, los que todavía rugen. Primero el Hércules con los dos Pampas, haciendo piruetas que emocionaron hasta a los más duros. "Fue muy lindo cuando pasó el Modesta Victoria, no me lo esperaba", confesaba un espectador. "Después bueno, acompañado por todas esas barcas privadas de los barcos de los vecinos, estuvo muy lindo."
Una nena se desmayó por el calor. Había ambulancias, había organización, había cuidado. Como en las grandes ocasiones, cuando todos somos un poco responsables de todos. También había motoqueros, grupos de Harley Davidson que habían hecho una caravana desde quién sabe dónde para llegar hasta Bariloche. Gente grande, gente joven, nenes, familias enteras. Todo el país representado en una costanera.
Es raro cómo funciona esto de ser argentinos. Nos matamos por un penal dudoso, nos odiamos por el dólar, nos partimos en dos por cualquier boludez. Pero de vez en cuando aparece algo que nos recuerda que por debajo de toda la mierda, por debajo de todas las peleas, hay algo que no se toca.
Hoy en Bariloche, rodeando un avión que ya no vuela, miles de personas que habían venido desde todos los rincones del país entendieron algo que a veces se nos olvida: que hay cosas por las que vale la pena estar juntos. Que hay memorias que nos unen más que las broncas que nos separan. Que hay palabras de un niño de nueve años que pesan más que todos los discursos de los políticos.
El Mirage III está ahí ahora, suspendido sobre el Nahuel Huapi, mirando las montañas, mirando el futuro. Ya cumplió con la guerra. Ahora le toca enseñar la paz.
Las Malvinas siguen siendo nuestras. Y nosotros, cuarenta y tres años después, seguimos siendo capaces de ser argentinos.