lunes 03 de noviembre de 2025 - Edición Nº263

El Bardo de Siempre | 23 oct 2025

(ANDÁ A VOTAR)

La urna o la nada

Dicen que votar no sirve, que es lo mismo todo, que da igual quedarse en casa. Mentira. El abstencionismo no es rebeldía: es entregarse. Mientras unos creen que no participar los hace más inteligentes, están regalando el poder a minorías organizadas que sí van a decidir por ellos. La democracia se construyó con ríos de sangre y se destruye con la indiferencia de un domingo. Votar no es un trámite: es el último poder que todavía nos pertenece. Hoy a las 12 de la noche, arranca la veda electoral. Ya estás avisado.


Por: Roberto Diaz

Hay quien dice que votar no sirve. Que es un circo, una farsa, que todos son lo mismo. Y, claro: lo dicen cómodos, instalados en la queja perpetua, esa forma tan contemporánea de la cobardía. Como si no votar fuera una pose, un gesto de rebeldía. Como si quedarse en casa el día de las elecciones te hiciera más inteligente que los demás, más astuto, más —cómo decirlo— despierto.

Pero resulta que no.

Resulta que cuando una parte importante de la población no participa en las elecciones, los representantes elegidos pueden no reflejar la verdadera voluntad del pueblo. Resulta que el abstencionismo puede permitir que una minoría se constituya en mayoría y sea quien decida el rumbo de las políticas públicas, lo cual —y acá viene lo irónico— termina dándole la razón a quienes se quejan de que el sistema no los representa. Obvio que no te representa si ni siquiera fuiste a decir qué querés. Miremos, sino, Bariloche.

Y ahora viene alguno y me dice: "Pero la democracia moderna no necesita parlamentos fuertes, eso es antiguo, superado". Y uno no sabe si reírse o llorar ante semejante nivel de ignorancia histórica. Porque resulta —y acá hay que poner los puntos sobre las íes— que 38 de los 50 estados soberanos de Europa y 10 de los 13 estados soberanos del Caribe son parlamentarios. Resulta que el sistema parlamentario se expandió por casi toda Europa Occidental no por casualidad, sino porque es más flexible para gobernar sociedades afectadas por conflictos étnicos, culturales, religiosos, lingüísticos o ideológicos, precisamente porque el Parlamento permite la discusión, la confrontación pacífica, la negociación, el compromiso y la repartición del poder.

Porque además, la fragmentación es el signo de época. Muerta la sociedad de masas, la representación parlamentaria permite que todas las partes tengan su voz.

¿Sabés qué son las dictaduras, amigo? Son esos lugares donde no hay parlamentos que funcionen, donde no hay debate democrático, donde la representación popular es una broma. Eso sí que es quedarse sin nada. Los regímenes estalinistas, las dictaduras militares de los setenta: todos tenían algo en común. La dilución —cuando no la supresión lisa y llana— de los sistemas de representación popular y debate democrático.

Si contáramos los litros de sangre derramados para llegar a estas democracias, contando sólo desde Jesucristo —por poner una fecha arbitraria pero evocativa—, podrías llenar una pileta del tamaño de la luna. Gente que murió para que vos pudieras meter un papel en una caja un domingo. Gente torturada, desaparecida, exiliada. Y vos, sentado en tu casa, pensando que es lo mismo ir que no ir.

Por eso, andá a votar.

Incluso cuando te digan que la democracia no sirve para nada. Porque si creemos eso, el sistema ya nos venció. Y ahí sí que estamos perdidos.

La democracia es revolucionaria siempre, porque derrota al quietismo, al conformismo. Cada vez que metés un sobre en la urna —más no sea uno blanco— estás haciendo un acto de esperanza. Porque esperás que algo pase con esa acción, que genere algo. Que tu voto cuente, que se sume a otros, que entre todos fabriquen una mayoría que cambie las cosas.

El abstencionismo pone en duda la legitimidad democrática de los resultados electorales, y eso —ojo con esto— puede fortalecer a minorías activas, que, al estar mejor organizadas, pueden ejercer una influencia desproporcionada en los resultados. ¿Te das cuenta del chiste perverso? Al no votar porque pensás que el sistema está arreglado, terminás arreglándolo vos mismo a favor de quienes sí van a votar: los organizados, los fanáticos, los que tienen agenda clara.

Y no es que votar lo solucione todo. Claro que no. Pero es un comienzo. Es decir: "Estoy acá, existo, cuento". La baja participación electoral afecta la representación de los intereses y preferencias de quienes se abstienen y fomenta la sensación de falta de representación política. Es un círculo vicioso: no votás porque no te sentís representado, y al no votar, confirmás que no te van a representar.

Por eso, no nos dejemos vencer. Andá a votar. Ganale al sistema. No te dejes domesticar por los idiotas que hablan de democracia moderna pero en realidad te hablan de dictura y conformismo.

Y hagámoslo hasta que desde las urnas emerja aquella o aquel que realmente crea en lo que dice, lo sienta, y se deslome para tratar de cumplir con aquello que le prometió al pueblo. Y si fracasa —porque va a fracasar, porque gobernar es fracasar un poco todos los días—, el pueblo, si ve que lo intentó de verdad, sabrá entender. O mejor: lo defenderá, lo acobijará y lo protegerá de quienes no quieren hoy que votes, y mañana no querrán que un fulano o fulana nos haga vivir a todos un poco mejor.

Ahí, como siempre pasó en la historia, estará el pueblo. El pueblo que —atención— solo existe cuando se expresa. Y se expresa, entre otras formas, votando.

Dicen que la abstención puede verse como una actitud cívica o ética, como un derecho. Y sí, técnicamente es verdad. Pero también es verdad que cuando todo el mundo ejerce ese derecho a no ejercer sus derechos, nos quedamos sin democracia. Y sin democracia, te quedás con qué. Con dictaduras soft, con autoritarismos de guante blanco, con oligarquías que deciden todo mientras el resto mira fútbol.

La caída en la participación electoral es un síntoma de una sociedad democrática. Es una advertencia. Cuando la gente deja de votar, algo se está pudriendo. Y lo que se pudre no es el sistema: somos nosotros.

Por eso, vayamos a votar. Con fe, con bronca, con esperanza, con amor o tristeza, pero votemos. Es un poder que todavía le pertenece al pueblo. No lo regalemos. Porque cuando lo regalamos, lo que viene después es siempre —siempre— mucho peor.

La democracia es frágil. Más frágil de lo que pensamos. Se construye todos los días, y se destruye en un instante. Votar es la manera más sencilla, más barata, más al alcance de todos, de seguir construyéndola. De seguir diciendo: "Estamos acá. Contamos. Existimos".

Y si no lo hacemos nosotros, otros lo harán por nosotros. Y no te va a gustar lo que decidan.

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