Por: Bache3000
Hubiera sido hoy, un domingo de noviembre como cualquier otro domingo de noviembre en Bariloche, salvo que las calles estarían ¿repletas? de ciudadanos ejerciendo su derecho a votar si querían ser felices o infelices, si preferían respirar o no respirar, si estaban de acuerdo con que el lago Nahuel Huapi siguiera existiendo o si consideraban más conveniente que desapareciera. Hubiera sido hoy el día en que la democracia barilochense alcanzara su punto más álgido, ese momento sublime en que el pueblo se pronuncia sobre lo evidente, en que la voluntad popular se manifiesta para decir que sí, que efectivamente dos más dos son cuatro, que el agua moja, que los perros ladran.
Pero no fue.
La Justicia, en un acto que podría interpretarse como piedad o como hartazgo o como ambas cosas simultáneamente, anuló el referéndum. No porque fuera innecesario, que lo era, sino porque la presentación era de una precariedad tan apabullante que daba vergüenza ajena. Los fundamentos legales eran tan endebles que parecían escritos en una servilleta de bar a las cuatro de la mañana, después de varias cervezas y con la letra temblorosa de quien ya no coordina bien los movimientos. La invasión de otros poderes del Estado era tan descarada que daba risa, si no fuera que era real. Todo estaba tan flojo de papeles que los papeles prácticamente se sostenían solos en el aire, como esos fantasmas de sábana que aparecen en las películas viejas.
A la Justicia le dio vergüenza darle cursos a semejante disparate legal. Imaginen eso: la vergüenza judicial, esa sensación incómoda de tener que explicarle a un intendente las cosas básicas del derecho constitucional, como si fuera un estudiante de primer año que no leyó ni la introducción del manual. Así que no hubo referéndum. Y probablemente la Justicia le salvó al intendente de una humillación mayor, porque de haberse realizado, con ese clima, con esas preguntas absurdas, con ese hartazgo acumulado, la participación hubiera sido tan patética que habría pasado a la historia como el acta de defunción política de una gestión que ya venía agonizando desde hacía rato.
Y quedaron ochenta millones de pesos flotando en el aire, o mejor dicho, hundidos en la nada, evaporados en la preparación de algo que nunca sucedió. Ochenta millones gastados en organizar una votación que la Justicia canceló, ochenta millones invertidos en una consulta popular que nadie entendía bien para qué servía, ochenta millones que pudieron haber sido hospitales, calles, luminarias, asfalto, cualquier cosa menos esto. Ochenta millones para preguntarle a la gente si quería vivir bien o vivir mal, si prefería calles asfaltadas o con baches, si estaba de acuerdo con que se podaran algunos árboles. Como si los barilochenses fueran tan masoquistas que hubiera que consultarles.
Porque de eso se trataba el referéndum: de volver a preguntar lo que ya había sido prometido en 2023. Cuando el intendente llegó al poder prometió mil cuadras de asfalto, un tranvía, trasladar el vertedero, generar dos mil lotes a treinta mil pesos. Nada de eso se cumplió. Absolutamente nada. Las mil cuadras siguen siendo tierra y baches, el tranvía nunca existió ni existirá, el vertedero sigue exactamente donde estaba, los dos mil lotes a treinta mil pesos son un chiste que nadie cuenta porque da vergüenza. Pero en lugar de simplemente hacer lo que prometió, en lugar de cumplir con el mandato que recibió cuando fue electo, el intendente decidió que era necesario gastar ochenta millones de pesos para preguntarle nuevamente a la gente si quería esas cosas. Como si alguien hubiera cambiado de opinión. Como si en 2023 los barilochenses hubieran votado pensando "queremos mil cuadras de asfalto, pero consultennos de nuevo en un par de años por las dudas".
Y no solo eso. El referéndum incluía preguntas de una obviedad tan brutal que rozaban lo insultante. ¿Querés asfalto? Bueno, sí, obviamente. ¿Quién en su sano juicio preferiría las calles con baches? ¿Hay algún ciudadano en algún lugar del mundo que cuando le preguntan si quiere calles asfaltadas responde que no, que prefiere los pozos, el barro, los neumáticos reventados? ¿Querés que se poden algunos árboles? Ah, claro, porque eso requiere una consulta popular, porque podar árboles es una decisión tan trascendental que hay que someter al pueblo a una jornada electoral para definirlo. No alcanza con que el municipio contrate a alguien que sepa usar una motosierra, no, hay que organizar una votación, gastar ochenta millones, movilizar a toda la estructura electoral para decidir si un árbol necesita que le corten una rama.
¿Y Uber? El referéndum incluía una pregunta sobre si estábamos de acuerdo con habilitar Uber en la ciudad. Como si necesitáramos votarlo. Como si la habilitación de una aplicación de transporte requiriera el aval popular expresado en las urnas. Y lo más gracioso es que ahora, sin referéndum, sin consulta, sin gastar ochenta millones, Uber está habilitado. Resulta que se podía hacer sin todo este circo. Resulta que bastaba con una decisión administrativa, con una firma, con tramitar lo que había que tramitar. Pero antes había que preguntarle a la gente, había que hacerlos votar bajo la lluvia para que dijeran que sí, que por supuesto, que obviamente queremos más opciones de transporte.
Pero imaginemos, porque la imaginación es gratis y no necesita fundamentación legal ni presupuesto municipal, cómo hubiera sido ese día glorioso de fiebre democrática en Bariloche. O mejor dicho, cómo hubiera sido ese día de desolación electoral, ese domingo de urnas vacías que hubiera sido la estocada final para un gobierno que ya venía tambaleando desde hace rato, que quedó tercero en las últimas elecciones municipales, que apenas juntó cuatrocientos votos en la elección de la CEB, cuatrocientos votos miserables que ni siquiera alcanzaban para llenar un aula del colegio Don Bosco.
Hoy amaneció nublado, lluvioso, con ese cielo plomizo que invita a quedarse en casa, bajo las frazadas, tomando mate y mirando por la ventana cómo el agua cae sobre el asfalto que nunca llegó. El clima perfecto para no ir a votar. El clima perfecto para que el referéndum se convirtiera en un fiasco histórico, en una vergüenza estadística, en el certificado de defunción de una gestión que ya no convence a nadie.
Las escuelas convertidas en centros de votación hubieran amanecido con las puertas abiertas de par en par, como bocas esperando alimento que nunca llega. Las autoridades de mesa, esas pobres almas que aceptaron el trabajo por la plata o por el sentido del deber cívico o porque no supieron decir que no, hubieran estado ahí desde las ocho de la mañana, preparando las urnas, ordenando las boletas, acomodando las sillas, convencidas de que en cualquier momento empezaría a llegar gente. Pero no llegaba nadie. A las nueve, nadie. A las diez, nadie. A las once, algún jubilado despistado que entró pensando que era otra cosa y se fue cuando le explicaron de qué se trataba. Al mediodía, una señora que vino porque le pareció su obligación, votó con cara de fastidio, y salió corriendo bajo la lluvia maldiciendo en voz baja.
Los fiscales partidarios hubieran estado ahí también, mirándose entre ellos con incomodidad, compartiendo mates para matar el tiempo, jugando al truco con las cartas que alguien tuvo la precaución de traer, sabiendo que esto iba a ser largo, aburrido, y sobre todo, vacío. Porque no había nada que fiscalizar. No había votantes. No había democracia ejerciéndose. Solo había un salón vacío, una urna vacía, y la sensación de estar participando en una obra de teatro del absurdo en la que todos conocían el final pero igual tenían que quedarse hasta que cayera el telón.
Afuera, bajo la lluvia que no paraba, los medios de comunicación hubieran montado sus cámaras y sus carpas, esperando capturar imágenes de la jornada democrática. Los cronistas hubieran estado ahí con sus micrófonos, listos para entrevistar a los ciudadanos que salían de votar. Pero no salía nadie porque no entraba nadie. Así que se dedicaron a entrevistar a las autoridades de mesa, que decían que sí, que estaba todo tranquilo, demasiado tranquilo, inquietantemente tranquilo. Entrevistaron a algún militante oficialista que aseguraba que la gente iba a venir por la tarde, que seguro estaban esperando a que parara de llover, que la democracia no se mide por la cantidad sino por la calidad. Entrevistaron al tipo de la verdulería de enfrente que miraba el centro de votación desde su negocio y se reía, porque en toda la mañana había visto entrar a tres personas, tres, y una de ellas era el portero de la escuela.
Las bolsas de cemento se hubieran acumulado como montañas frente al Centro Cívico, empapándose bajo la lluvia, convirtiéndose en bloques de concreto involuntario. Esa multa genial, esa ocurrencia brillante del intendente: quien no vote, que pague con cemento. Los rebeldes, esos ciudadanos subversivos que se negaban a validar lo obvio, hubieran ido llegando con sus bolsas al hombro, algunos en camionetas, otros arrastrándolas por la calle, apilándolas una sobre otra hasta formar cerros de cincuenta kilos que se mojaban y se endurecían formando esculturas involuntarias de concreto. Un tipo hubiera llegado con diez bolsas, una por cada miembro de su familia que se negaba a ir a votar. Otro hubiera traído veinte, representando a todo su edificio. Las pilas crecían, formando una especie de monumento al hartazgo, una instalación artística no intencional que decía más sobre el estado de la política local que cualquier discurso oficial.
Un grupo de estudiantes universitarios hubiera organizado una performance: llegaron con bolsas de cemento decoradas con consignas irónicas. "Este cemento es para las mil cuadras prometidas", decía una. "Tranvía de cemento", decía otra. "Lotes a treinta mil: edición cemento", decía una tercera. Las fueron apilando con cuidado, construyendo una pirámide, mientras uno de ellos leía en voz alta las promesas incumplidas de 2023. La policía los miraba sin saber si tenía que hacer algo o no, porque técnicamente estaban cumpliendo con lo que pedía el decreto municipal, estaban pagando su multa por no votar, aunque lo hicieran con sorna.
Adentro de las escuelas, el aburrimiento había alcanzado niveles existenciales. Una autoridad de mesa se había puesto a leer una novela. Otra dormitaba con la cabeza apoyada en la mesa. Un fiscal jugaba al solitario en su celular. Otro hacía crucigramas. De vez en cuando se miraban entre ellos y suspiraban. A las dos de la tarde habían votado doce personas. Doce. En toda la mañana. Doce ciudadanos en una ciudad de más de cien mil habitantes. Hicieron cálculos mentales: si esto seguía así, si el ritmo se mantenía, al final del día habrían votado unas treinta personas. Treinta. En toda la ciudad. Un porcentaje de participación tan bajo que ni siquiera se podía calcular sin que diera risa o vergüenza o ambas cosas.
Uno de los pocos que votó, un jubilado que se tomaba muy en serio su deber cívico, entró al cuarto oscuro y se encontró con las diez preguntas. Leyó la primera: "¿Está de acuerdo con que la ciudad tenga calles asfaltadas?" Se rió solo. Pensó que era una broma. Miró alrededor buscando cámaras ocultas. ¿Esto era en serio? ¿Le estaban preguntando si quería calles asfaltadas? Marcó que sí, obviamente, aunque la pregunta le parecía una ofensa a su inteligencia. Segunda pregunta: "¿Está de acuerdo con que se poden los árboles cuando sea necesario?" Volvió a reírse. ¿Y si decía que no? ¿Qué pasaba? ¿La ciudad se convertía en una selva? Marcó que sí. Tercera pregunta: "¿Está de acuerdo con habilitar Uber?" Ah, esta le pareció especialmente ridícula, porque él sabía que Uber ya estaba funcionando, que su nieto lo usaba, que no había hecho falta ningún referéndum para eso. Marcó que sí igual, aunque sentía que estaba participando en una farsa. Siguió con las otras siete preguntas, todas igual de obvias, todas igual de innecesarias, todas igual de insultantes. Cuando salió, le preguntaron qué le había parecido. "Una estupidez", dijo. Y se fue bajo la lluvia.
Los periodistas, desesperados por contenido, empezaron a hacer notas sobre la falta de votantes. Entrevistaron a gente en la calle, lejos de los centros de votación, preguntándoles por qué no iban a votar. Las respuestas eran previsibles: "¿Para qué? ¿Para votar si quiero asfalto? Ya lo voté en 2023 y no me lo dieron". "Porque es una ridiculez". "Porque prefiero quedarme en casa con este clima". "Porque no entiendo para qué sirve". "Porque ya sé las respuestas a esas preguntas y el intendente también las sabe". Uno, más directo, dijo: "Porque me niego a participar en este circo". Otro: "Prefiero pagar con cemento que ir a votar esta boludez". Los periodistas anotaban, grababan, sabiendo que estaban documentando un fracaso histórico.
En el Centro Cívico, en alguna oficina municipal, alguien hubiera estado siguiendo los números en tiempo real. Las planillas de participación se actualizaban cada hora. Las cifras eran catastróficas. A las tres de la tarde, la participación general no llegaba al uno por ciento. Uno por ciento. Menos votantes que en la elección de la CEB, donde apenas juntaron cuatrocientos votos. Esto iba camino a ser peor, mucho peor. Algún asesor hubiera entrado corriendo al despacho del intendente: "Hay que hacer algo, esto es un desastre". Pero ¿qué se podía hacer? ¿Obligar a la gente a ir a votar? ¿Sacarlos de sus casas a punta de pistola? ¿Regalar choripanes en los centros de votación? Ya era tarde. El daño estaba hecho. La ciudad había decidido, con su ausencia, que este referéndum era una pérdida de tiempo.
El intendente hubiera estado en su despacho, seco, calefaccionado, mirando por la ventana la lluvia caer sobre una ciudad que lo ignoraba. Mirando los números que le pasaban cada tanto, números que eran peores que cualquier pesadilla electoral. Pensando en las últimas elecciones, cuando quedó tercero, cuando el mensaje fue claro pero él decidió no escucharlo. Pensando en la elección de la CEB, cuando apenas juntó cuatrocientos votos, cuatrocientos miserables votos que fueron una bofetada democrática. Y ahora esto. Esto que iba camino a ser aún peor. Esto que iba a ser la prueba definitiva de que nadie, absolutamente nadie, lo seguía. Que sus ideas no convencían. Que sus propuestas no interesaban. Que su gestión era un fracaso.
Porque eso era lo que este referéndum hubiera demostrado si se hubiera realizado: que cuando le das a la gente la opción de validarte o ignorarte, te ignoran. Que cuando organizas una consulta sobre obviedades, sobre promesas incumplidas convertidas en preguntas, sobre cosas que cualquiera con dos dedos de frente sabe que son necesarias, la gente no participa porque entiende que es una tomada de pelo. Que cuando gastas ochenta millones en preguntar si queremos asfalto, árboles podados, y Uber, mientras no cumplís ninguna de las promesas que hiciste hace dos años, la ciudad te da la espalda.
Hubiera sido un escándalo de proporciones históricas. La participación final no hubiera llegado ni al dos por ciento. Los titulares del lunes hubieran sido demoledores: "Fracaso absoluto del referéndum municipal", "Menos del 2% de participación en la consulta popular", "El referéndum que nadie quiso votar". Los análisis políticos hubieran sido despiadados: "La muerte política de una gestión", "El pueblo dijo no participando", "Cuando la democracia se convierte en farsa". Los opositores hubieran tenido un festín: "Ni con lluvia ni con sol la gente quería votar esta estupidez", hubieran dicho. "Ochenta millones tirados a la basura", hubieran agregado. "Un intendente que no entiende que su tiempo terminó".
Y hubiera sido verdad. Todo eso hubiera sido verdad. Porque este referéndum no era sobre asfalto ni sobre árboles ni sobre Uber. Era sobre un intendente que necesitaba validación, que necesitaba que le dijeran que sí, que estaba bien, que sus ideas tenían sentido, que alguien lo seguía. Y la ciudad le hubiera respondido con el silencio más elocuente que existe: el de las urnas vacías.
Pero la Justicia lo salvó. La Justicia, con su sentencia anulatoria, le ahorró la humillación final. Le ahorró tener que explicar por qué nadie fue a votar. Le ahorró tener que justificar los ochenta millones gastados en un fracaso monumental. Le ahorró tener que admitir que su capital político está agotado, que quedó tercero en las elecciones por algo, que sacó cuatrocientos votos en la CEB por algo, que todo eso significa algo.
Y hoy Bariloche no votó. Las escuelas siguieron siendo escuelas, vacías en domingo, las urnas se quedaron guardadas en algún depósito municipal, las boletas nunca fueron impresas. Las bolsas de cemento se quedaron en los corralones esperando a ser compradas por gente que realmente las necesita para construir algo real, no para pagar multas absurdas por no participar en farsas democráticas. La lluvia siguió cayendo sobre una ciudad que se salvó, por intervención judicial, de tener que demostrarle a su intendente lo que ya le había demostrado dos veces: que no lo siguen, que no lo quieren, que sus ideas no convencen.
Y el intendente sigue siendo el intendente, sigue teniendo las mismas obligaciones que tenía ayer, las mismas promesas que cumplir, las mismas responsabilidades que asumir. Las mil cuadras de asfalto que nunca hizo. El tranvía que nunca existió. El vertedero que nunca trasladó. Los dos mil lotes a treinta mil pesos que nunca se concretaron. Todo eso sigue ahí, esperando, como han estado esperando desde 2023. Y ahora tiene ochenta millones de pesos menos en las arcas municipales, gastados en algo que nunca sucedió y que, si hubiera sucedido, hubiera sido su sentencia de muerte política definitiva.
Porque resulta que para gobernar no hace falta organizar referéndums sobre lo obvio. Resulta que para hacer las cosas que hay que hacer no hace falta preguntarle al pueblo si está de acuerdo. Resulta que cuando uno es elegido para gobernar, tiene que gobernar, cumplir promesas, hacer las cosas que prometió. No organizar consultas populares de ochenta millones de pesos para validar lo que ya está validado, para re-prometer lo que ya se prometió y no se cumplió, para convertir el fracaso en pregunta y esperar que nadie se dé cuenta.
Pero la gente se da cuenta. Siempre se da cuenta. Y hoy, aunque no tuvieron que ir a votar, aunque la Justicia los salvó de tener que salir bajo la lluvia a responder obviedades, la gente de Bariloche igual respondió. Respondió con su alivio. Respondió con su indiferencia. Respondió sabiendo que si ese referéndum se hubiera hecho, no hubieran ido, y que esa ausencia masiva hubiera dicho más sobre este gobierno que cualquier resultado electoral.
O al menos eso era lo que iba a pasar, antes de que la Justicia dijera basta, antes de que alguien tuviera la decencia de parar esta locura, antes de que nos hicieran votar bajo la lluvia sobre promesas incumplidas convertidas en preguntas redundantes, sobre obviedades elevadas a categoría de consulta popular, sobre la desesperación de un gobierno que quedó tercero, que sacó cuatrocientos votos, y que necesitaba que alguien, quien fuera, le dijera que todavía importaba.