Por: Bache3000
La escena tuvo lugar en el kilómetro 3 de Bustillo, ese tramo donde la doble línea amarilla existe más como sugerencia decorativa que como norma de tránsito, al menos para algunos. Una Ferrari venía haciendo de las suyas: adelantando como si la calle fuera de su exclusiva propiedad, pisando el acelerador con la convicción de quien se siente dueño no solo de un auto de varios cientos de miles de dólares, sino aparentemente también de la ciudad entera.
Pero ahí estaba él, el justiciero del asfalto, el paladín de los autos comunes y corrientes, quien con un vehículo infinitamente más accesible para el bolsillo del argentino promedio decidió que ya era suficiente. En un acto de valentía que quedará grabado en la memoria colectiva barilochense, el vecino plantó su auto de frente, obligando al piloto de la Ferrari a hacer lo impensable: bajar la velocidad y esquivar por la banquina, exactamente lo mismo que los conductores locales habían estado haciendo todo el día para dejarles paso a los distinguidos visitantes.
La ironía es deliciosa. Después de horas de ver desfilar autos que cuestan lo mismo que varias viviendas, después de admirar su belleza innegable y escuchar esos motores que suenan como sinfonías mecánicas, el espectáculo terminó opacado por lo de siempre: la falta de controles y la sensación de que algunas personas creen que las reglas están escritas para los demás.
Porque una cosa es organizar un evento automovilístico que genera admiración genuina, que la gente disfrute viendo máquinas extraordinarias y que hasta el más escéptico reconozca el arte que hay detrás de esos diseños. Otra muy distinta es permitir que esos mismos vehículos circulen como si estuvieran en una pista privada, adelantando donde no corresponde, excediendo velocidades máximas y, básicamente, haciendo lo que se les canta.
El vecino que decidió frenarle el carro a la Ferrari no necesitaba un motor V12 ni un escudo de Maranello para hacer valer su punto. Le alcanzó con un poco de coraje, un auto que probablemente comparte más kilómetros con el taller mecánico que con rutas escénicas, y las ganas de decir basta. La Ferrari, claro, siguió acelerando después de esquivarlo por la banquina, porque cuando uno paga esa cantidad de dinero por un auto, aparentemente también compra el derecho a ignorar las reglas básicas de convivencia vial.
Así quedó retratado un día que empezó con todos maravillados y terminó con la misma sensación de siempre: que hay quienes se sienten con más derechos que otros, que los controles brillan por su ausencia y que, de vez en cuando, hace falta que alguien con menos presupuesto pero más dignidad les recuerde a todos que la calle es de todos, no solo de los que pueden permitirse un auto que cuesta como un departamento entero.