Por: Gabriel Trujillo
Mientras circulaba por una de las calles enripiadas de la Península, respetando la velocidad que la normativa permite —25 km/h, una velocidad prudente y acorde a ese tipo de superficie— mi vehículo sufrió un daño significativo al tomar un “badén” que nada tiene de reductor de velocidad. Se trata, en realidad, de una zanja improvisada por vecinos que, sin ningún tipo de autorización, sin aprobación técnica y sin señalización obligatoria, decidieron construir obstáculos viales por su cuenta.
Como corresponde en una ciudad organizada, los reductores de velocidad solo pueden ser instalados por la autoridad competente. La Dirección de Tránsito y Transporte es la responsable de autorizar, diseñar, colocar y señalizar este tipo de infraestructura. Nada de eso ocurrió. Y lo más grave es que la Junta Vecinal —que debe velar por el orden, la seguridad y la convivencia del barrio— tampoco puede ignorar estas prácticas. No se puede permitir que cualquier persona haga un pozo o una obra vial sin supervisión, porque eso la convierte, de hecho, en corresponsable de sus consecuencias.
Decidí exponer este incidente en Bache3000, con toda la información y con total buena fe, esperando generar conciencia y un debate constructivo. Sin embargo, la reacción que recibí fue una muestra preocupante del clima social que estamos atravesando. Siete de cada diez comentarios fueron insultos, acusaciones falsas, agresiones personales y descalificaciones de todo tipo.
No fueron aportes, no fueron argumentos, no fueron sugerencias. Fueron ataques. Y muchos de ellos provenientes de personas que hablan sin conocimiento alguno de la normativa, sin entender la responsabilidad institucional de cada organismo, y sin comprender que la convivencia en un barrio exige respeto mínimo por el otro.
A ese grupo —minoría ruidosa, pero lamentablemente influyente en la discusión pública— no tengo problema en definirlo como corresponde: energúmenos. Personas que agreden sin saber, que opinan sin informarse, que se permiten insultar desde la comodidad del anonimato y que, en algunos casos, muestran una clara malicia personal. Esa suma de ignorancia y resentimiento no solo empobrece el debate: también degrada la vida comunitaria.
Resulta doloroso ver cómo valores básicos —el respeto, el cuidado mutuo, la responsabilidad por lo que hacemos— parecen haberse convertido en excepciones. Esos valores son los que deberían guiar la construcción de cualquier comunidad, y son también los que permiten que un barrio funcione sin conflictos permanentes.
La improvisación, la ilegalidad y la agresión no pueden ser el camino. La ley existe para ordenar, para cuidar, para garantizar seguridad. Y su cumplimiento no es optativo. Por eso es indispensable que Tránsito y Transporte intervengan donde deben intervenir, y que la Junta Vecinal asuma el rol que le corresponde: evitar que se tomen decisiones unilaterales que ponen en riesgo a todos.
Lo que expuse no es un enojo personal. Es un llamado a recuperar la convivencia sobre bases firmes. A volver a un sentido simple pero fundamental: pensar en el otro. Sin eso, cualquier intento de mejorar la calidad de vida de nuestros barrios queda atrapado entre la desinformación, la violencia verbal y la arbitrariedad.
Si aspiramos a un Bariloche más ordenado, más respetuoso y más seguro, el primer paso empieza aquí: en cumplir la ley, en dialogar con información y en dejar atrás la cultura del insulto como forma de participación.