Por: Bache3000
Pero su madre decidió traerla a Bariloche. Lo hizo sola, sin avisar al padre, sin pedir autorización a ningún juez austriaco. Dijo que huía de la violencia, del acoso, de situaciones que no podía sostener. El padre denunció que se la habían llevado. Y entonces lo que parecía un gesto de protección se transformó en un caso judicial que involucró a tres países, varios tribunales, fuerzas de seguridad, embajadas y organismos internacionales.
El último fin de semana, después de meses de resoluciones contradictorias, apelaciones y dictámenes, la niña volvió a Austria. No lo hizo sola: la acompañó su madre, y también la acompañaron, de manera menos visible pero constante, una jueza, una defensora de menores, agentes de la Policía de Seguridad Aeroportuaria y un equipo técnico que siguió cada paso del traslado como si fuera una operación de Estado. Porque de alguna manera lo era.
La jueza fue al aeropuerto de Bariloche. No envió a nadie, fue ella. Estuvo ahí mientras se despachaban las valijas, mientras la niña miraba los aviones, mientras la madre firmaba papeles. La Defensora de Menores también estuvo. No era protocolo: era la certeza de que estos casos no se resuelven con órdenes firmadas desde un despacho. Había que estar, acompañar, verificar que todo saliera bien. O al menos que nada saliera mal.
El plan era claro: vuelo a Suiza, tren a Austria, llegada a la casa de un familiar. Pero cuando madre e hija ya estaban en tránsito, el vuelo se canceló por razones técnicas. La magistrada recibió el aviso y empezó a hacer llamadas. La Embajada de Austria intervino, se coordinó un nuevo vuelo con escala en España, se reorganizó todo en tiempo real. La Autoridad Central —esa figura abstracta de los convenios internacionales— dejó de ser abstracta y se convirtió en voces al teléfono, mensajes, confirmaciones, seguimiento permanente. La Policía de Seguridad Aeroportuaria las acompañó en cada escala, las esperó en cada conexión. Nadie las dejó solas.
Cuando finalmente llegaron a Suiza, siguieron en tren hasta Austria. La magistrada seguía conectada, recibiendo actualizaciones, verificando que todo avanzara según lo previsto. Recién cuando confirmaron que habían llegado a destino, que estaban en la casa del familiar, que estaban bien, el operativo se dio por concluido.
Pero esa última escena —el aeropuerto, el viaje, la llegada— fue apenas el final de un proceso que había empezado mucho antes y de otra manera. Cuando la madre trajo a la niña a Bariloche, el padre activó el mecanismo previsto en el Convenio de La Haya: pidió la restitución internacional. Mientras tanto, la madre denunció violencia, pidió protección. El fuero de Familia intervino de urgencia. Se dictaron medidas cautelares, se prohibió el acercamiento del padre, se evaluó el riesgo. El Equipo Técnico Interdisciplinario trabajó con la niña, con la madre, elaboró informes. Todo bajo la premisa de que había que protegerlas.
La jueza de primera instancia dijo que no, que no correspondía la restitución, que había un grave riesgo. La Cámara de Apelaciones confirmó esa posición. Parecía que el caso estaba cerrado. Pero el padre apeló al Superior Tribunal de Justicia de Río Negro, y ahí la historia dio un giro definitivo.
El STJ revocó todo. Dijo que la salida de Austria había sido ilícita, unilateral, inconsulta. Que ese punto estaba reconocido en el expediente y que era determinante. Que las medidas de protección dictadas en Bariloche se basaban en un estándar de urgencia y verosimilitud, pero que para impedir una restitución internacional se necesitaba algo más: acreditar un riesgo grave, concreto, intolerable, que no pudiera ser neutralizado en el país de residencia habitual. Y que ese umbral, en este caso, no estaba acreditado. El fallo fue claro: la restitución no resolvía el conflicto de fondo, solo restablecía la situación previa a la salida ilegal. El resto debía resolverse en Austria, ante los jueces que tenían jurisdicción sobre el caso.
Después de esa sentencia, el progenitor recusó a la jueza que había intervenido hasta entonces. Otra magistrada asumió la etapa de ejecución. No se limitó a ordenar el traslado: dispuso medidas específicas para garantizar que la niña y la madre estuvieran protegidas durante todo el proceso. La prohibición de acercamiento y contacto del padre, dictada en Argentina, seguirá vigente en Austria hasta que una jueza de ese país evalúe el caso y decida cómo continuar. Incluso si habrá o no revinculación.
La restitución, aclaró el tribunal, no es una condena para la madre. No le impide solicitar en el futuro autorización judicial para regresar a la Argentina, ni plantear nuevas decisiones sobre el lugar de residencia de la niña. Simplemente restablece el punto de partida: que la jurisdicción competente es la austriaca, que el conflicto debe resolverse allá, que no se puede resolver un problema de violencia familiar sustrayendo a una niña de su país de residencia habitual sin autorización judicial.
Ahora la causa quedó radicada en Austria. La niña volvió al lugar donde fue a la escuela, donde tiene amigos, donde habla otro idioma además del castellano. Su madre está con ella. El padre está en el mismo país, pero con una orden de no acercarse. Una jueza austriaca evaluará todo: las denuncias de violencia, las medidas de protección, la posibilidad o no de revinculación, el régimen de cuidado, el futuro.
La niña tiene siete años. Nació en medio de una guerra, huyó a Austria, vino a Bariloche, volvió a Austria. Habla castellano, alemán, tal vez algo de ucraniano. Ha viajado más que muchos adultos, pero no por turismo. Ha estado en el centro de un conflicto que la excede, que involucra leyes internacionales, tribunales de distintos países, violencia denunciada, protección solicitada, decisiones judiciales contradictorias. Y ahora está de vuelta en el lugar de donde salió hace meses, esperando que alguien decida qué pasa después.