

Por: Bache3000
Maquiavelo, en ese manual para gobernantes llamado El Príncipe, advirtió con claridad meridiana que tras conquistar un nuevo territorio, la destrucción del vencido es un error fatal: hay que asimilarlo. Cortés no solo ignoró esta máxima elemental sino que ha hecho del conflicto su método de gobierno, generando batallas innecesarias que ahora amenazan con devorarlo.
Primero fue el juez de faltas, luego los empleados municipales. Le siguieron los sindicatos –paradójicamente de su misma extracción peronista– y después los concejales, a pesar de conservar aliados importantes. Los periodistas de medios influyentes entraron pronto en la lista de adversarios, seguidos por sus propios funcionarios, con más de treinta renuncias y designaciones abortadas en meros forcejeos de poder. El Tribunal de Cuentas, luego integrantes del Poder Judicial, y después la legisladora Marcela Abdala de Juntos Somos Río Negro completaron este mapa de hostilidades crecientes. Y no nos olvidemos de la pelea con sus propios concejales, que incluyeron renuncias, y regresos.
Pero fueron dos enfrentamientos los que cambiaron la dinámica del gobierno: la salida de Tomás Guevara, que provocó la pérdida del voto crucial de la concejal Julieta Wallace (y le volvió a dar equilibro al concejo), y –quizás el más gravoso– el innecesario choque con el sector empresario. Cortés pretende apartarlos de la organización de eventos que son vitales para que la temporada baja no se convierta en un desierto económico que amenaza el sustento del cincuenta por ciento de los habitantes de la ciudad.
La paradoja resulta dolorosa. Los empresarios locales son socios estratégicos de cualquier proyecto urbano, independientemente de quién gobierne. Se podrá discutir el modelo de ciudad y el papel que deben desempeñar en él, pero nunca su función esencial como empleadores y como base para construir un futuro que genere más riqueza para todos.
Por si fuera poco, las adquisiciones municipales –camiones, hormigoneras, vehículos– son cuestionadas desde diversos frentes. Tal vez ahora estos cuestionamientos no avancen con la velocidad que algunos quisieran, pero en política existen los boomerangs, esos artefactos que tardan en volver pero que, cuando lo hacen, golpean con fuerza, especialmente cuando ya se ha abandonado el poder.
La pregunta flota como neblina sobre la ciudad: ¿para qué tantas confrontaciones? En política, las disputas tienen sentido cuando reflejan visiones distintas sobre el rumbo a seguir. Pero ni siquiera parece ser este el caso. Una ciudad no es una mera acumulación de calles necesitadas de pavimento. Es eso, ciertamente, como infraestructura básica, pero también es la construcción de un futuro que contempla lo económico, la organización de la circulación, el transporte, la gestión de residuos, la modernización y la creación de un Estado más eficaz.
Todo esto lleva, inevitablemente, a comprender que gobernar requiere convencer a los diversos sectores, no enfrentarlos. Porque en ese escenario, al menos, las peleas tendrían algún sentido, alguna justificación filosófica o programática. Pero Cortés parece haber elegido el camino inverso: crear adversarios donde podría haber sumado aliados, generar tormentas en un mar que pudo ser navegable con mayor serenidad.
Y mientras tanto, la ciudad contempla atónita cómo las energías que deberían destinarse a su desarrollo se consumen en conflictos que parecen no tener fin ni propósito.